Tomo de las oraciones vol. II: Discordia (parte I)
La chica acabó de secarse las lágrimas con el pañuelo que guardaba aprisionado entre sus frías manos mojadas. Debía sacar fuerzas de donde fuese. Ya había tomado una decisión, ahora debía llevarla a cabo. No había alternativa, no podía echarse atrás.
La joven reuniendo sus últimas fuerzas logró levantarse de la cama donde yacía. Sus desnudos pies se aposentaron sobre la vieja madera que conformaba el suelo de la casa. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Se acercó cautelosa a un pequeño armario de madera noble apostado en una de las esquinas de la lúgubre habitación, acariciando los bordes redondeados del mueble. Desde pequeña, el suave tacto de la madera pulida que poseía aquel objeto le había tranquilizado, ahora, nada de lo que podía hallar en este mundo podía calmar su alma.
La habitación estaba sumida en la más profunda de las oscuridades. La niebla que reinaba fuera parecía filtrarse por las juntas de la única ventana que aportaba algo de luz a la escena, tornando la atmósfera irrespirable, densa y arrulladora, opresora. El pesar de la joven parecía transpirar por los poros de su piel, manifestándose en la habitación como una entidad, alejándose totalmente de su verdadera naturaleza.
La chica descubrió una fina hoja de metal envuelta en un paño. Aún dubitativa, pero luchando contra la razón que le transmitía su mente, empuñó la delgada daga, cumpliendo así, los designios de su alma.
El filo de la pequeña arma comenzó lentamente a teñirse de escarlata.
Segundos después toda la hoja estaba impregnada de la roja sustancia, bañada de ésta, cual ola inundada de rubíes acaricia la arena al borde de la playa.
En ese mismo instante, el corazón dejó de latir, la mente dejó de pensar, el alma dejó de sentir. La chica se desplomó contra el suelo.
La habitación continuó con el silencio que tan solo unos segundos antes había sido roto por el contundente sonido producido por el cuerpo de la joven al golpear la madera.
Sus cabellos, antes rubios, relucientemente dorados se acercaban ahora a un tono grisáceo más propio al que provoca los estragos del tiempo sobre la juventud. Tan solo un elemento daba color a la escena: un inmenso círculo deformado de líquido, el cual poco a poco iba extendiéndose por toda la habitación, deseando salir de ésta, intentando alcanzar la libertad.
El alma de la muchacha se manifestó en aquel lugar. Era un sitio irreconocible, ni una esquirla de luz alcanzaba el escenario. Aunque no podía alcanzar a percibir la profundidad que el recinto abarcaba, por alguna razón, la chica sintió una opresión en el pecho que le indicaba que debía salir a toda prisa de aquel angosto lugar.
Pero no podía hacer nada, pues no había sitio donde ir. Aquel lugar era el final de su camino.
En su desesperación, una voz se manifestó en el espacio.
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